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lunes, febrero 16, 2009

OJOS GRANDES

El disparo retumbó en su cerebro al tiempo que el crujido de las costillas fracturadas, no hubo dolor. El sol presentido tras las esbeltas torres se elevaba perezoso. La luz del color de la sangre imprimía en las murallas de poniente sombras de perfiles hipnóticos. Los ecos de un segundo estampido se sumaron a los precedentes. Una fuga sónica a través de las canales vertiginosas, de los collados y las crestas. Encajó el proyectil, los ojos como zafiros empañados. Se irguió como un resorte y en un postrero alarde saltó sobre el abismo, y fue sueño……

...................................................I


Dos ojos inmensos enmarcados en algodón miraban asombrados el día de Mayo, maravilloso. Nació Ojos Grandes al amparo de los aires dominantes del noroeste; cabalgados por cúmulos deshilachados a sotavento en multitud de velos de novia prestos a desaparecer en un mágico instante al rozar las cumbres.
A su lado, un ser le apremia con golpes enérgicos cada vez que sus tiernas extremidades se doblan. Reconoce su olor: el olor de su pelambre y el de sus ubres rebosantes de alimento. Su madre, un espléndido ejemplar de hembra dominante suma en su código genético lo mejor de la especie; acumulado en un viaje apasionante que desde la retirada de la glaciación de Würn, sufrida en las llanuras continentales hace cuarenta mil años, les llevó a recuperar su medio alpino.
Apenas dos horas después del alumbramiento, Ojos Grandes, en pié, sigue titubeante a mamá por una vertiginosa vira de apenas un palmo. Un ventisquero helado de un par de cientos de metros conforma un trampolín hacia los cortados de la peña que les cierra el paso. Sabiamente, mamá flanquea hasta una horcada e incita a la cría a su primer descenso. Cae, rueda entre la nieve igual que una madeja de perlé y de nuevo en pie tras deslizarse un instante, la pelotita lanuda vuelve a girar sobre si misma enmarañadas las largas patas, levantando brillantes chispas de nieve refulgiendo al sol que se acuesta. Varios trompicones más tarde, agotado y roto por el vertiginoso destrepe se acurruca bajo el vientre de su progenitora, ávido del maternal alimento. Mientras esta mordisquea unos brezos, Ojos Grandes entrevé como la gran esfera de calor desaparece, una corriente helada se extiende parsimoniosa al compás de las sombras que remontan de las profundidades de los valles. La luz se difumina. Muy arriba, riscos escarlatas recorren en acordes los espectros del rojo hasta que la oscuridad se adueña por completo del macizo. Si cabe, se arrebuja aun más bajo la libréa caliente y protectora.
Las semanas posteriores discurren con cierta placidez. Aprender y desarrollar el instinto ancestral es un hermoso juego para él, máxime bajo la vigilancia extrema de la que es objeto. Gana peso y fuerza y comienza a manejar con soltura los pesuños; herramientas de precisión de las que se sirve en sus correteos entre neveros y canchales.
Su primera gran sorpresa fue la tormenta. Horas antes de su estallido comenzó a sentirse nervioso, victima de un desasosiego que ni la presencia materna podía apaciguar, según se aproximaba el huracán, el olor del ozono impregnó sus fosas nasales enviando a su cerebro señales inequívocas de peligro. Desde un abrigo calizo, escondido bajo las patas de su madre fue cegado por el relámpago y casi llegó a jugar con el saltarín granizo, inmensas torrenteras de agua capaces de arrastrarle le hicieron ovillarse hasta el límite de su tierna flexibilidad pero fue el trueno implacable y poderoso quien le erizó hasta la última hebra de su pelaje, y en lo más profundo de la médula le dibujó la firma de su más temible enemigo.
Su primer invierno transcurrió bajo la línea de las grandes escarpaduras, en el reino de las hayas y los robles, los tilos, los abedules de los tejos ancestrales. Arropado bajo las enmarañadas bóvedas vegetales, sorteó las gélidas noches en lo arcano del bosque, a refugio de la tempestad entre el brezo y el arándano. A medida que la estación se desgranaba pesada y lenta, distinguió en su entorno otras vidas: El escurridizo lirón, que siempre le sorprendía. La marta y la jineta que como la raposa basan la supervivencia en la velocidad y el ágil recorte. Corzos, jabalíes, todos con el común objetivo de superar al filo implacable de la guadaña invernal.
La primavera en la alta montaña, posee la facultad de deslizarse silenciosa hasta que una mañana cualquiera: Estalla, rompe mágica y brillante las tinieblas del invierno. En el reino animal, quien ha sobrevivido, se apresta raudo a recuperar energías y peso. Ojos Grandes, mimado por el néctar materno, se encontraba en buena forma.

Mama, habría de ganar más de un tercio de lo entregado en las últimas lunas.


.......................................................II

A pesar de ser una boca más que alimentar, llegó al mundo como una bendición para sus progenitores. El primer varón entre cinco hermanas. Su padre había salido a escape de las alturas dónde pasaba el verano al cuidado del ganado. Un par de veces hubo de romperse la crisma al volar más que saltar por los pedreros.
El hombre no cabía en si de gozo. Tiempos corrían donde un vástago era recibido patrimonialmente tal que hubiese aumentado la cabaña en unas cuantas cabezas.
La realidad era que en gran parte de los casos las pastoras daban sopas con honda a sus compañeros; A todos los quehaceres propios del pastoreo sumaban la atención de la casa, el cuidado de los hijos.
En pocas semanas gateaba a la vera de la casa familiar escurriéndose entre el corral y la cuadra como un cachorro más de la Tula: Una perrilla de apenas dos palmos y medio de cruz que sin embargo era la envidia de las brañas. Manejaba al ganado en los puertos con la misma soltura y suficiencia como Don Argimiro, el cura, metía en vereda a la parroquia; eso sí, en el valle.
Vicente le había bautizado -apenas unos días atrás- en honor de su abuelo: Vicentón de la Jerrera que había sido regidor de pastos gran parte de su vida. Una tarde la había dejado en una riega a la edad de ochenta y dos años; al partirse la espalda tratando de sacar de un enrisque a una ternera.
Y le había dado el domingo al párroco, desde que asomó la nariz en el atrio no paró de berrear para desesperación de su madre y un orgullo mal disimulado de su progenitor en una media sonrisa socarrona que Don Argimiro intento fulminar infructuosamente en un par de ocasiones con unas miradas nada piadosas.
El terror del corral. En cuanto levantó las palmas del suelo el gallinero se convirtió en un autentico infierno para sus asombrados moradores, nunca “les pites caleyaron tanto” y Tinín raro era el día que no fuera caliente al jergón.
En su segundo año de vida y con tres de sus hermanas pasó el verano en los puertos. Mejor dicho: Tres de sus hermanas echaron el estío persiguiéndole por los pastos.

Sólo la Tula le metía en vereda. Un par de ladridos cortantes como el lapiaz dejaban le quieto y a punto de llorar, cosa que hacía difícilmente a pesar de los golpes y magulladuras que se buscaba entre la peña o lo que era incluso más habitual: Los que le venían encima tras fomentar el desasosiego y la desesperación entre sus atribuladas hermanas que jornada tras jornada temían que siguiera prematuramente los pasos del abuelo Vicentón.

Así transcurrió aquel año. Los venideros no variaron gran cosa salvo por los disgustos que crecían en progresión geométrica respecto a la altura del zagal. Todo hay que decirlo: Con siete años recién cumplidos, casi catorce arrastraba la Tula por aquellas fechas, manejaba el pastoreo con unas formas que sorprendían en el puerto. Los viejos querían ver en él al que había sido apreciado por su maestría y bonhomía. Aquel del que aún se contaban historias en las tertulias invernales. Ésas que cada vez que se narran tal parece que se abonaran y crecen y se agigantan como el Tejo del Campo de la Iglesia.
Entre los relatos que se contaban del Abuelo en la pequeña tienda de la aldea; El chiquillo había desarrollado un sexto sentido para colarse en un rincón y cazarlos al vuelo. Los que dejaban a Tinín ensimismado eran los de la peña. Cazador y alimañero en su juventud se decía de él que nadie había conocido los entresijos del macizo, los altos pasos muy por encima de los puertos, aquellos en los que el sol no puede con las nieves y en los que raramente se adentraba ser humano alguno.
Don Argimiro -que en honor a la verdad- las veía venir de lejos, decía que dejar escuchar esas historias al lebrel era como echar leña al fuego y cuando estaba en su mano, al anochecer, asiéndole con precisión quirúrgica por una oreja, le mandaba a la cama.
No hubo de pasar mucho tiempo para que los hechos confirmaran los peores temores del párroco.
El verano siguiente una mañana radiante de finales de julio se encontraba con el ganado desplegado a lo largo de una soleada ladera a sotavento. En realidad los pastos alcanzaban los contrafuertes rocosos de una montaña que sin ser la más elevada de la cordillera si superaba con creces los dos mil metros.
De cómo arrancó Tinín para arriba, ni se supo, ni se sabrá nunca. Con toda probabilidad poco a poco iría ascendiendo por la ladera sin una convicción consciente hasta verse envuelto en esa misteriosa pasión de las alturas que parece retroalimentarse. La cuestión que días más tarde quedo meridianamente clara fue que ganó aquella atalaya, al constatar su propio padre en la cimera que había restos de lo que había comido del morral.
Ocurre a menudo en estas montañas que a partir del mediodía espesos jirones de niebla retrepan por las profundas escarpaduras a ocupar los puertos y las cumbres. El infeliz chiquillo apresado entre la borrina fue incapaz de encontrar el camino de regreso a los pastos. Aquel mismo atardecer, en la majada se dio la voz de alarma y durante toda la noche pastores y pastoras entre la espesa niebla que se había asentado y a voz en grito buscaron a Tinín entre las sombras. El amanecer no trajo buenas nuevas, la niebla persistía, el tiempo había enfriado y la experiencia no auguraba nada bueno.
Fue a media tarde. Persistentes, secos: Los ladridos de la vieja Tula atrajeron bajo un paré a los pastores más próximos. En posición fetal, sobrepasada la hipotermia se encontraba el chiquillo. Estaba vivo. Un pastor dijo luego que le pareció ver la figura de un rebeco cruzar entre la niebla…
Horas después, un cura, bajo un viejo retablo, con los ojos enrojecidos, daba gracias a Dios.
Una semana después a un pequeño pastor su padre le leyó la cartilla de forma y manera que durante el resto del verano pareció desaparecer del entorno. Para desgracia de sus hermanas: Un espejismo.
Un noble animal apareció al año siguiente devorado por el lobo. Fue llorado en su casa como a un miembro más de la familia y rayando lo sacrílego un viejo párroco recordó a Tula en misa de domingo.

..........................................................III

A medida que el níveo manto ascendía paulatinamente hacia las alturas, frescos pastizales, tiernos y apetitosos surgían al sol primaveral. Durante unas pocas jornadas Ojos Grandes campó a sus anchas, dueño y señor de la vega.
La sinfonía del alba se alteró un amanecer. Nuevos acordes surgieron desde muy temprano del valle aún en tinieblas. La manada de Rebecos se agrupó en un altozano dominando el terreno, mientras lentamente y a lo largo de la jornada el puerto era ocupado por unos seres que Ojos Grandes no había visto hasta entonces.
Aquella marabunta ruidosa de mugidos y validos, ladridos, esquilas y cencerros, rematados por las órdenes a voz en grito de los pastores -aquellos raros “Dos patas” que parecían dominar al heterogéneo rebaño- sorprendieron al joven ungulado que acostumbrado al sigilo de su especie observaba curioso aquel batiburrillo invasor.

El ceremonial se desgranó durante varios días saturando de algarabía los puertos. Algunas jornadas; de amanecida y al atardecer la manada se dirigía a pastar mezclada entre los rebaños más cuando Dos Patas se aproximaba en demasía: Mamá dispersaba hacía las alturas a sus pupilos.
Era en las agrestes entalladuras donde Ojos Grandes se sentía pleno, crecía fuerte y poderoso y a pesar de su juventud: Los machos, especialmente los más aguerridos ya distinguían en él a un competidor, solo la indiscutible autoridad materna impidió que el magnífico ejemplar hubiera de abandonar la compañía de los de su especie en aquel su segundo verano, cuestión por otra parte bastante común entre los de su sexo. Y así, con cierta placidez se fueron deshojando las lunas estivales.
Durante el primer tercio de la estación otoñal se invirtió el proceso y los agostados pastizales recobraron la calma. Ya espolvoreaban los primeros copos en las alturas.
Llegó la época de celo y en el grupo los ejemplares adultos iniciaron a desplegar todo el ritual ceremonial de la especie. Luchas y amagos entre los machos reproductores mientras las hembras, pacientes, aguardan pastando despreocupadas a los campeones.



Ojos Grandes -fuera de juego- se dedicaba a sus actividades favoritas; encaramarse desde el alba en las crestas más aéreas y vertiginosas para a media tarde dejarse caer al bosque a rebuscar las más apetecibles golosinas.
Una de esas tardes, ensimismado entre los arbustos; solo tenía olfato para la gula, de pronto y por su izquierda acertó a distinguir de reojo y a contraluz como sobre él se abalanzaba una masa informe. Flexionó sus cuatro extremidades y saltando a su derecha voló a caer a una riega que cruzaba el bosquecillo. En el aire noto como unas cuchillas afiladas le desgarraban una oreja.







La loba en pleno salto había fallado la dentellada a la yugular por menos de una cuarta y fue a dar de bruces contra la base de una encina. Esos instantes permitieron al rebeco lanzarse riega abajo en unos saltos inverosímiles pero el gran cazador cubría el terreno. La loba, recuperada del trompicón acosaba desde la derecha de la torrentera y por la izquierda, al menos otros dos ejemplares, recortaban distancias por un terreno más franco que el cauce seco de la riega.
Los predadores cuaternarios habían elegido bien su presa: Un tierno, solitario y despistado bocado. Conocedores del terreno, incluso en carrera habían empezado a segregar jugos gástricos. El bosque se despeñaba sobre una gigantesca garganta unos metros abajo. No había escape.
El corazón de Ojos Grandes, desbocado, no bombeaba sangre sino adrenalina. El torrente ganaba inclinación a medida que iba a precipitarse sobre el abismo. Súbitamente desapareció el manto vegetal y se abrió un balcón extraordinario rematado por todo un macizo imponente que parecía arrancar del centro de la tierra, desplegado y cerrando el horizonte dos mil metros al frente en línea de aire.
Los vuelos controlados del rebeco en la huida rondaban los siete metros, cuando se quedó sin tierra bajo los pesuños. Un afilado costillar se situaba perpendicular al despeñadero a no menos de veinte metros de distancia y quizá unos diez hacia abajo. Sin otra opción, Ojos Grandes se impulsó sobre el vacío, las extremidades delanteras recogidas, los cuartos traseros prolongando su tronco y tensos como las cuerdas de un violín.

La loba, que en un eslalon habilísimo tenía de nuevo a la presa a tiro, apenas pudo detenerse al borde del precipicio. Su compañero al otro lado de la cascada a punto estuvo despeñarse cuando el tercer perseguidor, menos hábil en la frenada se fue contra él. Los tres cánidos llegaron a ver asombrados como aquel prodigio de la adaptación al medio aterrizaba en un palmo de terreno, en una cresta volada y muy, muy lejos de su alcance.





En realidad Ojos Grandes se había dejado las costillas contra la afilada caliza, de no ser así, de seguro la inercia le hubiera vencido al otro lado del crestón con las peores consecuencias. Encajado entre dos piedras con la oreja desgarrada y sangrando a borbotones aun sostuvo una mirada insolente hacia arriba, sus pasmados enemigos reconociendo su derrota se perdieron silenciosos remontando sus pasos por la espesura.
Atardecía y la posición no era especialmente brillante. Se imponía un descenso casi tan peligroso como el salto. El filo dónde se había encaramado formaba una empinadísima canal con la pared cortada a pico en que moría la riega, pero para ganar el desagüe hubo de descender en sucesivos flanqueos verticales, casi sin respiración por las punzadas de dolor en su caja torácica. Ya de noche alcanzó la canal y continuó un prolongado destrepe hasta que hubo hierba bajo sus pezuñas. El agua no era santo de su devoción, raramente beben los rebecos de los manantiales. En aquella ocasión se dejó llevar por su olfato hasta el más próximo y hundió su hocico en él.
Derrotado hasta el límite de su resistencia se arrimó a una gran haya y se abandonó entre sus raíces agotado y roto.
Muy arriba una gran fugaz rasgó el cielo de norte a sur.

.................................................IV

A instancias de don Argimiro -Este lebrel está por cepillar- al año siguiente sus padres enviaron a Tinín a la escuela en la capital del concejo. Pasó el invierno en casa de doña Rosa; una tía, hermana de su padre, que ejercía de modista con cierto éxito.
Para sorpresa de todos, el rendimiento del zagal en el aula resultó más que notable, demostrando una aptitud natural para las ciencias y de manera especial las exactas.
En cambio, sus andanzas y travesuras pronto se hicieron notar, al punto, que en pocas semanas su fama le precedía. Doña Rosa que aunque era de armas tomar, se las veía y deseaba para meterlo en cintura; en el fondo no podía con las zalamerías de su sobrino.
Mediada la primavera y a punto de finalizar las clases, Tinín, escoltado por un par de compinches de parecido pelaje se cubrieron de gloria.
Ocurrió que el cacique natural del lugar- que de todo ha de haber mal que nos pese- tenía tres hijas. La mayor que cumplía los dieciséis junto con su madre, una cotorra de cuidado, habían templado gaitas durante todo el invierno acosando al padre y marido con la intención de que organizara una gran fiesta a modo de presentación de la joven en sociedad a modo y manera de la vieja Vetusta, capital de la región. El padre un hombre viajado con una cultura muy por encima de la media, veía venir tamaña horterada pero la presión ejercida por aquel par de arpías pudo con todas sus reticencias y cedió.
El caso es que doña Paquita, que así se llamaba la lumbrera, encargó los vestidos para sus hijas a las hábiles manos de doña Rosa, no sin antes mostrarle unos patrones recién llegados del “París de la Francia”.
Dos días antes del evento acudieron las cinco mujeres al taller, en casa de doña Rosa, a probar los últimos retoques de los vestidos. Era una tarde lluviosa con la niebla amarrada al fondo del valle y las señoras venían de merendar un chocolate. Fue llegarse a la puerta, abrir y entre gritos histéricos ver salir a escape a tres bandidos enfundados en encajes y pololos calle abajo. Entre el barro, el agua y los patinazos el desastre fue absoluto. Don José, que jugaba cartas tras las cristaleras del casino vio pasar por la plaza aquellos enjironados fantasmas de media tarde, ató cabos y ante el asombro del cura, el practicante y el maestro, compañeros de mesa, prorrumpió en unas tremendas carcajadas que aún se recuerdan en el valle.

Pocos años después ayudaría a Tinín a estudiar ingeniería de minas.
Ni que decir tiene que nuestro travestido pastor acabó el curso confinado en la aldea de alta montaña bajo la severa vigilancia de Don Argimiro.

..................................................V

Llegó radiante el tiempo de “amajar” en los puertos. Aquel año el estío fue excepcionalmente caluroso y la “seca” trajo consigo no pocos problemas a ganados y pastores.
Vicente, su padre, conseguía equilibrar la economía familiar con la caza, mejor dicho: Ejerciendo de guía y ojeador para los cazadores que se desplazaban a las montañas en busca de trofeos. Fue así como por primera vez Tinín acompaño a su padre y a los “señores” en busca de las codiciadas presas. A principios del otoño disparaba con habilidad sorprendente aunque nunca su progenitor se lo había permitido aún contra un animal.

Ojos grandes, rondó el bosquecillo de la gran haya durante días. Poco a poco fueron curando sus maceradas costillas y recuperó sus fuerzas. Nunca más volvió a ver a su manada. Tras el vertiginoso descenso de su macizo de origen cruzó una gran corriente de agua y remontó a nuevos y apasionantes territorios.
Su poderosa constitución le permitió hacerse con cierta facilidad con una hermosa hembra y años después su carga genética saltaba juguetona entre la peña.
Sólo cuando y siguiendo su costumbre descendía el señor de las crestas al atardecer de sus atalayas, las brumas de la memoria que “dos patas” niega a los rebecos, dibujaban la espléndida figura de su madre a contraluz del ocaso.

Una de aquellas tardes y en contra de su hábito se quedo hipnotizado en las alturas y allí paso la noche.
Un sublime amanecer imprimió una figura recortada imponente contra el cielo.
Doscientos metros más abajo en una canal aun sumida en sombras dos hombres acechaban sigilosos.
Tinín encaró la mira del rifle… Y disparó, dos veces.
Extrañamente algo quebró su alma. Jamás y para extrañeza de todos volvió a empuñar un arma.
Mil metros más arriba unos agudos ojos observaron el salto postrero de Ojos Grandes.

La majestuosa planeadora cambió el perfil de sus alas de más de dos metros de envergadura y comenzó a girar. A medida que reducía el diámetro de sus giros perdiendo altura lentamente de los cuatro puntos cardinales y bajo los vientos portantes acudieron decenas de aves…


En una pequeña isla verde a los pies del gigante calizo, rodeado por unas pequeñas flores que lloraban rocío… allí descansó.

.................................................FIN






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............................................Alfredo Íñiguez. 2007...
...................Ilustraciones: Pepe García........ 2008

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