Pepe García
.............................................Capítulo I
Los rebecos, una manada de una treintena, se arremolinaban juguetones sobre una cresta de franca piedra caliza. Bajo ellos, hasta el horizonte, se extendía un océano de nubes. El atardecer imprimía paulatinamente en el mar gaseoso todos los espectros del rojo. Al tiempo, el disco solar se despeñaba hacia el ocaso. El borde de ese mar, parecía romper contra las laderas carboníferas, y al igual que las olas postreras de la marea, volvía a retroceder presa de una invisible resaca.
El primer lucero alumbró, y al tiempo la luz espejeó un rosa pálido, de la más alta cumbre al lejano poniente. Por levante, el cielo roló a azules cada vez más oscuros hasta que surgió la estrella del norte.
Una brisa fresca ascendía de los valles ocultos cuando la noche se hizo dueña del macizo. En una plataforma explanada a fuerza de riñones, rodeada por un muro de piedras levantadas medio metro sobre su rasante, una pequeña y sólida tienda de altura acogía a una pareja de alpinistas. Zumbaba el hornillo de gas al compás del gorgoteo del agua puesta a hervir. Un té con menta y limón empapó la liviana atmósfera con sus aromas exóticos, la infusión y un par de cigarrillos recompensaban tras la cena los esfuerzos de un arduo día de montaña a los dos cansados compañeros. Poco más tarde, dormían retrepados en sus sacos.
Sobre las tres de la madrugada el inmenso satélite emergió del sureste tras el altísimo perfil de una gran montaña. La caliza brilló de un blanco lechoso, fantasmal, selenita. Una figura ágil y silenciosa proyectaba su sombra por un sendero apenas intuido sobre el canchal. Se aproximó al endeble refugio. El primer golpe fue brutal, el cuchillo de caza atravesó el tejido de la tienda y desgarró el cuello de la primera víctima, no hubo gritos, el filo asesino describió una y otra vez parecidas trayectorias sobre los dos infelices hasta que dejo de reflejar la luz del plenilunio, empapado de la melaza oscura de la sangre.
El amanecer acariciaba las más altas cumbres del macizo central de los Picos de Europa, mientras bajo ellas, en el Jou de los Cabrones apenas se disipaban las tinieblas. En estos territorios los hoyos glaciares modelados más tarde por una suerte de fenómenos kársticos reciben el nombre de Jous y uno de los parajes más espectaculares se nos brinda desde esta hoya a los pies del pico y la corte compuesta por tres esplendidas agujas de su mismo nombre. Hasta hace muy pocos años, los pastores de la aldea de Caín remontaban por las murallas verticales del macizo que arrancan y se elevan dos kilómetros largos desde las límpidas aguas del río Cares. Lo hacían por canales y riegas inverosímiles a pastorear las cabras en estas tierras inhóspitas. Transcurrían los años setenta del pasado siglo cuando los alpinistas dotaron de un refugio al paraje alpino. Costó tres intentos. Las dos primeras construcciones fueron literalmente barridas por los huracanes invernales de la inclemente estación en estas alturas. Definitivamente, y tras mejorar el diseño y la ubicación, una sólida construcción no exenta de cierta belleza pasó a dar servicio a los aguerridos visitantes de estas cimas.
Esta mañana, a las seis y media, la joven guardesa trajina en la cocina del refugio de los Cabrones. Prepara los desayunos a los clientes, que en número de doce ocupan la instalación. La tarde anterior, habían ascendido desde la mítica aldea de Bulnes, remontando la dura canal de Amuesa, y la empinada cuesta del Trave, adentrándose en el corazón de la montaña. Surgieron los caminantes de entre la niebla rayando los dos mil metros de altura, exhaustos pero asombrados de la belleza del mar de nubes que había adornado al fin la jornada.
Tras el refuerzo reparador de la cena y el merecido descanso en los tableros corridos de la cabaña, los excursionistas, tras dar buena cuenta del desayuno, partieron temprano hacia el sur con la intención de alcanzar la cumbre más elevada de la cordillera: el Torrecerredo. Desde el refugio, los ojos avezados de la encargada vieron alejarse paulatinamente la caravana a lo largo del Jou hasta perderlos de vista, eran las ocho de la mañana cuando, como tantas otras veces, quedó en completa soledad.
Si hay un oficio que requiere vocación y un profundo amor por lo que uno hace es el de guarda de refugio en la alta montaña. A merced de los temporales, ejecutando labores de cocina y mantenimiento. Cuidando de las personas con mil y un consejos, asesorando rutas, desestimando otras. Avituallando las instalaciones, con porteos en ocasiones inhumanos, y no pocas veces mordiéndose la lengua ante la estulticia de ciertos urbanitas irredentos, sin contar los desgraciados días donde los accidentes tiñen la montaña de dolor y tristeza.
El guarda oficial de Cabrones había contratado a la joven aquella temporada.
Serían las diez de la mañana, con la intendencia cumplida, Elisa, fumaba un cigarrillo en una recia mesa de madera a la vera del refugio. De pronto, el pitillo se le escurrió de entre los dedos. A lo lejos, una figura avanzaba a trompicones presa del nerviosismo, y eso sólo podía significar una cosa: Un accidente. Sabedora de que en diez minutos la persona alcanzaría el refugio no se movió, por otra parte, la emisora estaba allí, no en mitad del jou y seguro que habría de hacer uso de ella. Diez minutos que parecieron diez horas.
- Llama al 112… ¡¡¡Por Dios!!! ... Llama al 112.
Completamente congestionado, el joven no atinaba a explicarse. Era sin duda uno de los componentes del grupo que había partido a la mañana. Elisa intentaba tranquilizarle. En una emergencia las prisas siempre traen complicaciones añadidas.
- Vamos a ver ¿Qué os ha pasado?
- A nosotros nada. Arriba… En un vivac… Hay dos chicos… Está todo lleno de sangre…
El muchacho, en aquel instante, rompió a llorar. Elisa palideció, la experiencia, o mejor, la intuición, esa mariposilla que revolotea entre las neuronas, le estaba diciendo que algo no encajaba en aquel asunto. A trancas y barrancas, entre vasos de agua, pudo hacerse una composición de lo ocurrido: Los jóvenes, habían remontado sin complicaciones la canal que desde el Jou de los Cabrones conduce a una planicie bajo la Torre Labrouche, cumbre contigua del rey de los Picos, el Torrecerredo. Cansados de la jornada precedente, se habían detenido en el amplio rellano. Una de las chicas, se apartó de sus compañeros un instante a hacer sus necesidades, y prorrumpió poco después en grandes gritos. Alertado, el resto de la expedición corrió hacia ella, y se encontró en uno de los corros de piedra que en la zona se utilizan para dormir, con un espectáculo dantesco; una tienda destrozada y manchada de sangre en la que se adivinaban dos cuerpos con toda seguridad, sin un hálito de vida. El histerismo se apoderó de la pandilla de amigos, sobremanera, cuando los teléfonos móviles que portaban no consiguieron enlazar cobertura alguna en la zona, y tras unos instantes de duda, Toño, que así se llamaba el chaval, había corrido canal abajo hacía el refugio.
Más allá de las diez y media, en la base de los Bomberos de Asturias, La Morgal, muy próxima a Oviedo, se recibió la llamada de socorro de Cabrones. Las explicaciones pertinentes de Elisa, fueron bastante más allá de lo habitual.
El helicóptero de rescate despegó instantes después, a bordo del Eurocopter, un piloto, dos rescatadores y el médico, arrumbaron al este a más de doscientos kilómetros por hora. Pocos minutos después con una elegante maniobra, la aeronave posaba sus abundantes dos toneladas a escasos metros del horror.
Los rescatadores se dirigieron de manera inmediata hacia el grupo de excursionistas: Apiñados contra una gran roca era patente su estado de shock. Las caras arrasadas por las lagrimas mezcladas con el sudor y el polvillo calizo les daba un aspecto fantasmal, si este fuera oscuro, de carbón, hubieran parecido mineros tras una explosión de grisú.
El médico rescatador se había quedado de mármol. Con un gesto apenas apuntado indicó a un bombero que se acercara.
-Aquí no hay nada que hacer. No podemos tocar nada. A estos tíos se los han cargado, Pepe.
- No me jodas…
-Es una masacre y no te recomiendo que mires.
El rescatador tiró un vistazo de reojo: La tienda parecía una Nord Face de doble acceso, un buen modelo, y caro. El doble techo de color amarillo se encontraba desgarrado, apenas sujeto en un extremo por los restos de un arco de aluminio desnudo. Multitud de salpicaduras por doquier y un gran charco en lo que fue una puerta, justo al lado de una cuerda y una mochila de ataque. La hemoglobina. se oxidaba bajo el sol tomando un color oscuro, casi negro, muy alejado del de la sangre palpitante.
El bocadillo de media mañana comenzó a bailar en su estómago.
-Esto es cosa de los picoletos, vaya marrón. Vente a ver a los chavales, hay un par de ellos muy tocados. El doctor procedió a repartir calmantes a discreción. Curtidos en centenas de rescates, solo dejaron espacio a la profesionalidad y comenzaron a evacuar a los jóvenes al hospital de Arriondas en el concejo de Parres. Pepe, durante los tres viajes que duró la evacuación se quedó en tierra acompañando a los que esperaban turno. De vez en cuando, sin querer, se le escapaba una mirada al vivaque.
En un cuarto viaje el helicóptero tomo tierra en el fondo del Jou de los Cabrones a recoger a Toño, el chavalote que había descendido al refugio a dar la voz de alarma.
Elisa aprovechó a ofrecer unos refrescos al equipo de rescate. Con el rotor girando, al piloto hubo de acercarle un bote de limón agachada bajo las aspas.
-Oye Ne ¿No tienes a nadie contigo? Preguntó Pepe, casi a gritos.
-No, Sergio bajo a portear, y tenía previsto subir mañana a medio día. Unas reservas para hoy, de gente de Madrid, las anularon ayer por la tarde.
-En ese caso cierra la guardería y vente con nosotros. Si quieres, te dejamos en Arenas, pero ni de coña te quedas esta noche, aquí, sola.
Cinco minutos después, la aeronave remontaba a toda potencia los farallones imponentes del Jou de los Cabrones con rumbo a Las Arenas de Cabrales.
Durante las tres horas que había durado la evacuación, emisoras y teléfonos echaban humo.
El centro de coordinación de rescate avisa indistintamente en función de la operatividad de los recursos a los bomberos o a la guardia civil. Precisamente aquella mañana, instantes antes de que Elisa efectuara el primer aviso, el grupo de socorro de la benemérita con base en Potes se había movilizado a la cántabra pared de Peña Olvidada donde un escalador con una pierna rota se encontraba inmovilizado a trescientos metros de la base.
El parte que desde los primeros instantes había enviado el doctor a los picoletos no dejaba lugar a dudas, e inmediatamente desde la comandancia requirieron por radio la confirmación al rescatador médico de los espeluznantes datos. Otro helicóptero no se encontraba disponible por mantenimiento. La evacuación del alpinista atrapado concluyó con éxito, aunque la operación se demoró hasta las tres de la tarde, debido a la complejidad generada por un aire cruzado e intermitente sobre el murallón de la Olvidada. Unas ráfagas envenenadas, que exigieron al piloto desplegar toda su pericia en interminables y arriesgadas pasadas.
Por otra parte, a la necesaria presencia del Juez de guardia que permitiera el levantamiento de los cadáveres, habría de sumarse la actuación de los investigadores forenses; como desde un principio concluyó el curtido comandante de puesto de la capital Lebaniega, ante el relato de los hechos por parte de los rescatadores asturianos.
Una fuerte depresión alcanzaba en los mismos instantes la proa asturiana del Cabo de Peñas. La galerna se abatió sobre el Cantábrico. Devolado * el cabo, lanzó su furia contra los Picos de Europa.
Los rebecos, una manada de una treintena, se arremolinaban juguetones sobre una cresta de franca piedra caliza. Bajo ellos, hasta el horizonte, se extendía un océano de nubes. El atardecer imprimía paulatinamente en el mar gaseoso todos los espectros del rojo. Al tiempo, el disco solar se despeñaba hacia el ocaso. El borde de ese mar, parecía romper contra las laderas carboníferas, y al igual que las olas postreras de la marea, volvía a retroceder presa de una invisible resaca.
El primer lucero alumbró, y al tiempo la luz espejeó un rosa pálido, de la más alta cumbre al lejano poniente. Por levante, el cielo roló a azules cada vez más oscuros hasta que surgió la estrella del norte.
Una brisa fresca ascendía de los valles ocultos cuando la noche se hizo dueña del macizo. En una plataforma explanada a fuerza de riñones, rodeada por un muro de piedras levantadas medio metro sobre su rasante, una pequeña y sólida tienda de altura acogía a una pareja de alpinistas. Zumbaba el hornillo de gas al compás del gorgoteo del agua puesta a hervir. Un té con menta y limón empapó la liviana atmósfera con sus aromas exóticos, la infusión y un par de cigarrillos recompensaban tras la cena los esfuerzos de un arduo día de montaña a los dos cansados compañeros. Poco más tarde, dormían retrepados en sus sacos.
Sobre las tres de la madrugada el inmenso satélite emergió del sureste tras el altísimo perfil de una gran montaña. La caliza brilló de un blanco lechoso, fantasmal, selenita. Una figura ágil y silenciosa proyectaba su sombra por un sendero apenas intuido sobre el canchal. Se aproximó al endeble refugio. El primer golpe fue brutal, el cuchillo de caza atravesó el tejido de la tienda y desgarró el cuello de la primera víctima, no hubo gritos, el filo asesino describió una y otra vez parecidas trayectorias sobre los dos infelices hasta que dejo de reflejar la luz del plenilunio, empapado de la melaza oscura de la sangre.
El amanecer acariciaba las más altas cumbres del macizo central de los Picos de Europa, mientras bajo ellas, en el Jou de los Cabrones apenas se disipaban las tinieblas. En estos territorios los hoyos glaciares modelados más tarde por una suerte de fenómenos kársticos reciben el nombre de Jous y uno de los parajes más espectaculares se nos brinda desde esta hoya a los pies del pico y la corte compuesta por tres esplendidas agujas de su mismo nombre. Hasta hace muy pocos años, los pastores de la aldea de Caín remontaban por las murallas verticales del macizo que arrancan y se elevan dos kilómetros largos desde las límpidas aguas del río Cares. Lo hacían por canales y riegas inverosímiles a pastorear las cabras en estas tierras inhóspitas. Transcurrían los años setenta del pasado siglo cuando los alpinistas dotaron de un refugio al paraje alpino. Costó tres intentos. Las dos primeras construcciones fueron literalmente barridas por los huracanes invernales de la inclemente estación en estas alturas. Definitivamente, y tras mejorar el diseño y la ubicación, una sólida construcción no exenta de cierta belleza pasó a dar servicio a los aguerridos visitantes de estas cimas.
Esta mañana, a las seis y media, la joven guardesa trajina en la cocina del refugio de los Cabrones. Prepara los desayunos a los clientes, que en número de doce ocupan la instalación. La tarde anterior, habían ascendido desde la mítica aldea de Bulnes, remontando la dura canal de Amuesa, y la empinada cuesta del Trave, adentrándose en el corazón de la montaña. Surgieron los caminantes de entre la niebla rayando los dos mil metros de altura, exhaustos pero asombrados de la belleza del mar de nubes que había adornado al fin la jornada.
Tras el refuerzo reparador de la cena y el merecido descanso en los tableros corridos de la cabaña, los excursionistas, tras dar buena cuenta del desayuno, partieron temprano hacia el sur con la intención de alcanzar la cumbre más elevada de la cordillera: el Torrecerredo. Desde el refugio, los ojos avezados de la encargada vieron alejarse paulatinamente la caravana a lo largo del Jou hasta perderlos de vista, eran las ocho de la mañana cuando, como tantas otras veces, quedó en completa soledad.
Si hay un oficio que requiere vocación y un profundo amor por lo que uno hace es el de guarda de refugio en la alta montaña. A merced de los temporales, ejecutando labores de cocina y mantenimiento. Cuidando de las personas con mil y un consejos, asesorando rutas, desestimando otras. Avituallando las instalaciones, con porteos en ocasiones inhumanos, y no pocas veces mordiéndose la lengua ante la estulticia de ciertos urbanitas irredentos, sin contar los desgraciados días donde los accidentes tiñen la montaña de dolor y tristeza.
El guarda oficial de Cabrones había contratado a la joven aquella temporada.
Serían las diez de la mañana, con la intendencia cumplida, Elisa, fumaba un cigarrillo en una recia mesa de madera a la vera del refugio. De pronto, el pitillo se le escurrió de entre los dedos. A lo lejos, una figura avanzaba a trompicones presa del nerviosismo, y eso sólo podía significar una cosa: Un accidente. Sabedora de que en diez minutos la persona alcanzaría el refugio no se movió, por otra parte, la emisora estaba allí, no en mitad del jou y seguro que habría de hacer uso de ella. Diez minutos que parecieron diez horas.
- Llama al 112… ¡¡¡Por Dios!!! ... Llama al 112.
Completamente congestionado, el joven no atinaba a explicarse. Era sin duda uno de los componentes del grupo que había partido a la mañana. Elisa intentaba tranquilizarle. En una emergencia las prisas siempre traen complicaciones añadidas.
- Vamos a ver ¿Qué os ha pasado?
- A nosotros nada. Arriba… En un vivac… Hay dos chicos… Está todo lleno de sangre…
El muchacho, en aquel instante, rompió a llorar. Elisa palideció, la experiencia, o mejor, la intuición, esa mariposilla que revolotea entre las neuronas, le estaba diciendo que algo no encajaba en aquel asunto. A trancas y barrancas, entre vasos de agua, pudo hacerse una composición de lo ocurrido: Los jóvenes, habían remontado sin complicaciones la canal que desde el Jou de los Cabrones conduce a una planicie bajo la Torre Labrouche, cumbre contigua del rey de los Picos, el Torrecerredo. Cansados de la jornada precedente, se habían detenido en el amplio rellano. Una de las chicas, se apartó de sus compañeros un instante a hacer sus necesidades, y prorrumpió poco después en grandes gritos. Alertado, el resto de la expedición corrió hacia ella, y se encontró en uno de los corros de piedra que en la zona se utilizan para dormir, con un espectáculo dantesco; una tienda destrozada y manchada de sangre en la que se adivinaban dos cuerpos con toda seguridad, sin un hálito de vida. El histerismo se apoderó de la pandilla de amigos, sobremanera, cuando los teléfonos móviles que portaban no consiguieron enlazar cobertura alguna en la zona, y tras unos instantes de duda, Toño, que así se llamaba el chaval, había corrido canal abajo hacía el refugio.
Más allá de las diez y media, en la base de los Bomberos de Asturias, La Morgal, muy próxima a Oviedo, se recibió la llamada de socorro de Cabrones. Las explicaciones pertinentes de Elisa, fueron bastante más allá de lo habitual.
El helicóptero de rescate despegó instantes después, a bordo del Eurocopter, un piloto, dos rescatadores y el médico, arrumbaron al este a más de doscientos kilómetros por hora. Pocos minutos después con una elegante maniobra, la aeronave posaba sus abundantes dos toneladas a escasos metros del horror.
Los rescatadores se dirigieron de manera inmediata hacia el grupo de excursionistas: Apiñados contra una gran roca era patente su estado de shock. Las caras arrasadas por las lagrimas mezcladas con el sudor y el polvillo calizo les daba un aspecto fantasmal, si este fuera oscuro, de carbón, hubieran parecido mineros tras una explosión de grisú.
El médico rescatador se había quedado de mármol. Con un gesto apenas apuntado indicó a un bombero que se acercara.
-Aquí no hay nada que hacer. No podemos tocar nada. A estos tíos se los han cargado, Pepe.
- No me jodas…
-Es una masacre y no te recomiendo que mires.
El rescatador tiró un vistazo de reojo: La tienda parecía una Nord Face de doble acceso, un buen modelo, y caro. El doble techo de color amarillo se encontraba desgarrado, apenas sujeto en un extremo por los restos de un arco de aluminio desnudo. Multitud de salpicaduras por doquier y un gran charco en lo que fue una puerta, justo al lado de una cuerda y una mochila de ataque. La hemoglobina. se oxidaba bajo el sol tomando un color oscuro, casi negro, muy alejado del de la sangre palpitante.
El bocadillo de media mañana comenzó a bailar en su estómago.
-Esto es cosa de los picoletos, vaya marrón. Vente a ver a los chavales, hay un par de ellos muy tocados. El doctor procedió a repartir calmantes a discreción. Curtidos en centenas de rescates, solo dejaron espacio a la profesionalidad y comenzaron a evacuar a los jóvenes al hospital de Arriondas en el concejo de Parres. Pepe, durante los tres viajes que duró la evacuación se quedó en tierra acompañando a los que esperaban turno. De vez en cuando, sin querer, se le escapaba una mirada al vivaque.
En un cuarto viaje el helicóptero tomo tierra en el fondo del Jou de los Cabrones a recoger a Toño, el chavalote que había descendido al refugio a dar la voz de alarma.
Elisa aprovechó a ofrecer unos refrescos al equipo de rescate. Con el rotor girando, al piloto hubo de acercarle un bote de limón agachada bajo las aspas.
-Oye Ne ¿No tienes a nadie contigo? Preguntó Pepe, casi a gritos.
-No, Sergio bajo a portear, y tenía previsto subir mañana a medio día. Unas reservas para hoy, de gente de Madrid, las anularon ayer por la tarde.
-En ese caso cierra la guardería y vente con nosotros. Si quieres, te dejamos en Arenas, pero ni de coña te quedas esta noche, aquí, sola.
Cinco minutos después, la aeronave remontaba a toda potencia los farallones imponentes del Jou de los Cabrones con rumbo a Las Arenas de Cabrales.
Durante las tres horas que había durado la evacuación, emisoras y teléfonos echaban humo.
El centro de coordinación de rescate avisa indistintamente en función de la operatividad de los recursos a los bomberos o a la guardia civil. Precisamente aquella mañana, instantes antes de que Elisa efectuara el primer aviso, el grupo de socorro de la benemérita con base en Potes se había movilizado a la cántabra pared de Peña Olvidada donde un escalador con una pierna rota se encontraba inmovilizado a trescientos metros de la base.
El parte que desde los primeros instantes había enviado el doctor a los picoletos no dejaba lugar a dudas, e inmediatamente desde la comandancia requirieron por radio la confirmación al rescatador médico de los espeluznantes datos. Otro helicóptero no se encontraba disponible por mantenimiento. La evacuación del alpinista atrapado concluyó con éxito, aunque la operación se demoró hasta las tres de la tarde, debido a la complejidad generada por un aire cruzado e intermitente sobre el murallón de la Olvidada. Unas ráfagas envenenadas, que exigieron al piloto desplegar toda su pericia en interminables y arriesgadas pasadas.
Por otra parte, a la necesaria presencia del Juez de guardia que permitiera el levantamiento de los cadáveres, habría de sumarse la actuación de los investigadores forenses; como desde un principio concluyó el curtido comandante de puesto de la capital Lebaniega, ante el relato de los hechos por parte de los rescatadores asturianos.
Una fuerte depresión alcanzaba en los mismos instantes la proa asturiana del Cabo de Peñas. La galerna se abatió sobre el Cantábrico. Devolado * el cabo, lanzó su furia contra los Picos de Europa.
...........................................................II
La Punta´l Olivu se alza sobre la mar cantábrica, una milla larga hacia el oeste desde la embocadura de la Ría de Villaviciosa. En esta atalaya, el gremio de mareantes disponía hasta finales del siglo XIX a los mejores ojos de Tazones: Su oficio de siglos era otear el horizonte en busca de las ballenas Negras que surcaban aquellas aguas próximas al litoral.
Dos montones de yerba se apilaban a la vera del vigía: pajiza y seca, y tierna y verde. Cuando los cetáceos arrumbaban por levante el humo de alerta era blanco. Daba lumbre el centinela al puro pasto, si quería una señal negra como el carbón que mandara a las lanchas rumbo al Cabo de Peñas.
Esto último, narraba un pescador a su nieto a bordo de una chalana ocho cables mar adentro al norte del faro de Tazones, la embarcación, derivaba una cuarta al nordeste con la marea. Apenas unos rizos de viento alteraban la tersura del mar.
La noche anterior, había sido maravillosa, hasta el enamoramiento.
Durante la sofocante mañana, la mar olía a tierra. La brisa del sur, soplaba empapada de los aromas esmeraldas que sudaban los prados colgados sobre los acantilados.
El viejo tentaba una línea, cuando una ráfaga de aire enfermizo remarcó su rostro dibujado por la sal y los años. Levantó la vista por babor, lo que vio le heló la sangre.
-Arranca el motor y a tierra- Espetó el marino.
Antes de que el chaval articulara una frase, las nervudas zarpas del anciano, navaja en mano, segaron los sedales lastrados que se fueron al fondo.
-Arranca el motor y a tierra- Espetó el marino.
Antes de que el chaval articulara una frase, las nervudas zarpas del anciano, navaja en mano, segaron los sedales lastrados que se fueron al fondo.
A la altura del cabo de Torres, guardián de la bahía de Gijón, un cabezón inmenso cubría el horizonte de poniente. La base del estratocúmulo estaba estriada en multitud de flecos grises como garras: garfios, que desgarraban la mar levantando espumarajos que saturaban el aire de salitre. El frente de la galerna corría ya a setenta nudos, a medida que avanzaba hacia el este tornaba en plúmbeo horror el color verde y soñado del Cantábrico. El cielo azul trocó en minutos, se desgajó en retazos siniestros como los andrajos de una sibila. Tal pareció, que de las profundidades hubiera de emerger el Glorioso San Antonio y sus fantasmas, aquel pequeño vapor bonitero fue presa de otra galerna infame. Un huracán antiguo, le echó a pique con toda la tripulación en el Mar de los Pozos, veinte millas al norte de Lastres, un seis de septiembre del año 1944.
Apenas media hora después, la chalana “Roxina”, hecho el día noche, gobernado el timón a la caña por el fuerte brazo de un sabio, un guaje a proa melena al viento, y la mar rugiendo por popa, entraba de corrida en la bocana del puerto de Tazones, surfeando un cachón de cinco metros.
La Vega de Urriellu hervía de calor. Gentes de todas las procedencias salpicaban de colores vivos el verde agostado por la estación y la altura.
El guarda del refugió mascaba más que fumaba su veguero a unos metros de la fuente. El Cohiba, era lo mejor del postre. Durante la mañana había escuchado el baile de comunicaciones por la emisora de protección civil. Los rescatadores habían sido discretos respecto a lo sucedido en Cabrones; referente a los cadáveres, habían usado frecuencias internas con la guardia civil, por esa razón, a Tomás no le cuadraba una evacuación masiva a esa hora del día… con buen tiempo. En realidad, le preocupaban más las nubes de evolución generadas esta jornada más temprano de lo habitual: Tormenta en ciernes, podría ser fuerte. Levantó la mirada sobre la cara oeste. Las cordadas eran buenas, estaban muy arriba en la pared. Otro cantar, eran la cara sur, y la este, demasiado personal metido en harina. Pensaba mordiendo el purazo.
Izaguirre se ancló a la reunión, a cuatrocientos metros de altura sobre la base del coloso. Fue el primero que vio venir al monstruo.
¡Vámonos chaval! ¡En ensamble! ¡Dale caña!
El viejo Berna sabía lo que decía, no en vano había surcado la montaña desde su juventud.
En veinte minutos se curraron los tres largos de salida de la Rabadá Navarro, escalando a la par, y alcanzaron la cumbre.
El granizo golpeaba sus rostros, el viento barría la cumbre sin piedad. Al menos veinte personas estaban en aquellos instantes sobre la cima - eso, se comentó después- Izaguirre tocó cumbre, y dijo con su voz antigua y cazallera: Señores: fuera de los rayos. Una caravana fantasmal descendió por la cresta del Picu a guarecerse unos pocos metros abajo, a buscar una guarida en la parte somital del anfiteatro de la cara sur.
Una cordada decidió bajar. Bernabé no pudo hacer nada. No le hicieron caso. Aquella tarde, palmaron tres tíos en la Sur. Machacados por los derrubios que el agua arrancó del anfiteatro y les atrapó en el primer rápel de descenso. Sucedió entre gritos escalofriantes de ayuda y dolor, más fuertes que el huracán.
Izaguirre se ancló a la reunión, a cuatrocientos metros de altura sobre la base del coloso. Fue el primero que vio venir al monstruo.
¡Vámonos chaval! ¡En ensamble! ¡Dale caña!
El viejo Berna sabía lo que decía, no en vano había surcado la montaña desde su juventud.
En veinte minutos se curraron los tres largos de salida de la Rabadá Navarro, escalando a la par, y alcanzaron la cumbre.
El granizo golpeaba sus rostros, el viento barría la cumbre sin piedad. Al menos veinte personas estaban en aquellos instantes sobre la cima - eso, se comentó después- Izaguirre tocó cumbre, y dijo con su voz antigua y cazallera: Señores: fuera de los rayos. Una caravana fantasmal descendió por la cresta del Picu a guarecerse unos pocos metros abajo, a buscar una guarida en la parte somital del anfiteatro de la cara sur.
Una cordada decidió bajar. Bernabé no pudo hacer nada. No le hicieron caso. Aquella tarde, palmaron tres tíos en la Sur. Machacados por los derrubios que el agua arrancó del anfiteatro y les atrapó en el primer rápel de descenso. Sucedió entre gritos escalofriantes de ayuda y dolor, más fuertes que el huracán.
N. del. A
Devolar: Aunque no existe en castellano, este bellísimo término refiere el hecho de pasar o cruzar un collado, un paso de escalada, un recodo significativo en la orografía. Es usado por notables escritores asturianos de montaña, y su empleo metafórico es infinito…
Cachón:Término marinero asturiano que refiere una ola de envergadura importante.
......................................... A. Íñiguez 2010
Afredo.......después de esta, al pobre Sergio no le sube ni el Tato al refugio....¡¡
ResponderEliminarIntrigante, intrigante.........a ver si no tarda mucho la segunda parte.
Saludos desde el atlántico
Víctor
Espero con ansiedad la continuación. El dibujo de Pepe da color a este intrigante relato. Saludos cordiales,
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